Esta exposición se inscribe en una línea ensayística desarrollada últimamente por el Museo del Barro y referida a la imagen o el pensamiento de grandes nombres de nuestra cultura, tales como Carlos Colombino, Augusto Roa Bastos y Bartomeu Melià. El foco de estas exposiciones es el mundo de cada uno de ellos; mundo en sentido heideggeriano como ámbito donde se activan diversas significaciones que tanto circulan en un ámbito singular como indican líneas de fuga que rebasan ese espacio en direcciones distintas.
Contornar escenas potentes como las abiertas por esos nombres impulsa inevitablemente a bocetar el círculo de un ritual de homenaje; un sesgado tributo a personas grandes que han contribuido a aliviar la carga de una historia infortunada.
La exposición se acerca cautamente a la compleja figura de Ricardo Migliorisi sin pretender abarcar su producción desbordante ni ilustrar un proceso que resulta demasiado personal e intenso como para ser traducido en un guion expositivo. La curaduría mira de reojo los densos registros imaginarios y simbólicos del artista para echar a andar nuevos conceptos, lecturas y figuras capaces de seguir algunas de las pistas insinuadas en cada caso. Toda gran obra es un sistema inconcluso: su aporte radica más en lo que moviliza que en lo que expone. Toda obra potente constituye una matriz de significaciones: cobija fuerzas dispuestas a vincularse con las cifras que cada presente acerca; expande energías prestas a enredarse, discutir y aliarse con formas diferentes, a resonar en ámbitos paralelos.
Por eso, más que interpretar un espacio desmesurado, esta curaduría busca surcarlo mediante ambages, posiciones y enfoques distintos; intenta merodearlo y reimaginarlo desde afuera, regulando las distancias y las aproximaciones de la mirada. No se trata, pues, de una exposición de obras de Migliorisi, sino de una muestra que intenta repensar y sentir ciertas repercusiones de tales obras. Algunas creaciones del artista aparecen exhibidas, pero lo hacen solo como hitos orientadores; son re-presentadas en contextos diferentes a los originales y dependen de ediciones realizadas por la curaduría y la expografía. Las obras cabales albergan un potencial de significados actualizables de manera singular en cada situación. No manifiesta lo mismo una obra de Migliorisi ubicada en una exposición suya que instalada en una muestra acerca de él; una muestra que acerca y aleja la mirada, que la hace desviar a veces. En cada caso, esa obra dice, muestra y calla hechos diferentes. Por otra parte, el hecho de confrontar la obra de un artista con la de otros precipita sentidos latentes en ambas. Como todo actor, creador, poeta, Migliorisi se renueva en cada una de las escenas: se enfrenta consigo mismo en la radical contingencia que instalan ellas.
Ante la desmesura de los contenidos que bullen en la producción de Migliorisi, el guión curatorial subraya tres líneas que organizan la muestra: la figura de la desobediencia, el carácter narrativo (que incluye el vínculo imagen-escritura) y la pluralidad de medios empleados. Las obras que integran esta muestra no se encuentran ordenadas de acuerdo al trayecto de esas líneas, pues ellas discurren transversalmente: cruzan, oblicuas, las salas de exposición y lo hacen zigzagueando a veces.
Aunque esta exposición no tematiza los contenidos de la obra de Migliorisi, celebra la búsqueda, al mismo tiempo jovial y grave, que la anima. La muestra retoma, a su modo, trechos breves de un camino que ronda aspectos clave de la condición humana, encarados con todas las fuerzas de la pasión, la emoción y el humor. Un itinerario complejo, emprendido también con la severidad que imponen los aspectos más dramáticos de la existencia, inevitablemente constreñida por la finitud y sus melancólicas consecuencias.
A partir de los años 60, la refrescante vocación transgresora del artista resultó –resulta– indispensable para remover rancias convenciones y superar prejuicios oscurantistas. La desobediencia es, en este caso, desacato de cánones acartonados que traban el devenir sociocultural e impiden el ejercicio pleno de la creatividad y la diferencia. Esta posición habilita una dimensión política en la obra de Migliorisi: no en el sentido de que ilustre ella luchas y movilizaciones o promueva directamente el advenimiento de regímenes sociales más justos, sino en la dirección micropolítica del término. La dirección que atiende las presiones del inconsciente, asume los efectos sobre el cuerpo, involucra el deseo y busca crear formas comprometidas con la pulsión vital. La que trabaja el imaginario en sus energías nutrientes; en las oscuras, brillantes, trastiendas de la sensibilidad. Esa orientación permite que la producción de Migliorisi se inscriba en la causa de las libertades básicas: las relativas a la manifestación y el desarrollo de las subjetividades alternativas, derechos consagrados pero pocas veces respetados en el ejercicio de sus expresiones.
Siempre sujetas a las mediaciones y los desvíos que interpone el hacer del arte, y siempre ubicadas en muy distintas posiciones de enunciación, las obras reunidas en esta muestra son recalcadas en su dimensión narrativa. Son obras que relatan hechos de la propia memoria, la imaginación o la historia; refieren situaciones políticas, recuerdan tiempos futuros, describen el imposible objeto del deseo. Pero también exponen en clave narrativo-discursiva propuestas apoyadas en el concepto, término inusual en el vocabulario migliorisiano, aunque no del todo ajeno a sus usos.
Lo narrativo en Migliorisi remite a la tendencia a relatar situaciones mediante imágenes, en cierta dirección afín a la del teatro, el circo, la danza, la ópera, el show musical masivo, el cine moderno y los medios audiovisuales en general. Pero, además, el mundo de Ricardo se nutre de figuras y motivos derivados de fuentes literarias diversas, en especial las relativas a la mitología griega, así como a la poesía y la novela clásicas y románticas. Por último, lo narrativo también apunta al fuerte vínculo que mantienen el texto y la imagen, ya entrecruzados ambos, ya discurriendo paralelos, secretamente comunicados siempre.
El arte contemporáneo atiende con obsesión los cruces y desplazamientos ocurridos entre lo visual y lo literario, movimientos que generan sinergias favorables tanto a la palabra como a la figura. Rancière sostiene que el régimen estético contemporáneo encuentra en el término “frase-imagen” una clave para nombrar el fecundo lugar del entremedio, la articulación de lógicas estético-poéticas desiguales. Una vez cruzadas, la letra y la imagen pueden retomar sus rumbos propios. Pero la una ha quedado marcada por la otra y en ésta resuena el decir diferente de aquélla. Ambas ocupan recíprocamente el lugar del otro de sí, pero también constituyen el reflejo y la memoria de cada término opuesto y complementario.
El título de esta exposición, El Decamerón y otros poemas. Acerca de la desobediencia en la obra de Ricardo Migliorisi, anuda las citadas líneas curatoriales: señala tanto los aspectos indóciles de la obra de Migliorisi como su vocación narrativa y textual y su temperamento expandido, articulador de medios expresivos distintos. Escrito a mediados del siglo XIV, El Decamerón despliega asuntos referidos con intensidad (con espíritu satírico, licencioso, dramático, sentencioso, despiadado) a los aspectos más diversos, más universales, de la subjetividad y de la convivencia humana. Casualmente (aunque nada es casual en los terrenos del arte), los cuentos que integran la obra de Bocaccio fueron, ficcionalmente, relatados por diez jóvenes, mujeres y varones, recluidos en situación de pandemia (la “peste negra” que azotara Florencia poco antes de la escritura de El Decamerón). Este hecho no pudo haber sido considerado cuando se tituló la muestra (antes del Covid-19), pero hoy adquiere un manifiesto plus de significación: la obra constituye un campo magnético capaz de imantar los signos que flotan en cada presente y apto para enriquecerse con ellos. El imaginario de Migliorisi se encuentra con el de Bocaccio en muchos pasajes, pero ambos coinciden sobre todo en lo torrencial de lo narrativo mismo. Convergen en una desmesura desplegada no solo en imágenes, sino en escritura mordaz, delirante y delicada.
El libro de Migliorisi, titulado 713 publicado por Ediciones de la Ura y presentado en el contexto de esta muestra como un momento cardinal suyo, apremia la palabra hasta desfondarla en imagen. Pero carece de imagen: el volumen de más de mil páginas es puro texto, repleto de figuras, pero sujeto enteramente al régimen literario entreabierto por lo visual invisible.
El Decamerón es un libro desobediente. Pero el empleo de su nombre para designar esta muestra también constituye un gesto de desobediencia: la muestra se titula El Decamerón y otros poemas, cuando que, como es sabido, la obra de Bocaccio se encuentra escrita íntegramente en prosa. Con esta transgresión se quiere mencionar el dislocamiento que introduce todo gesto desconocedor del canon. Un lance que desencastra el texto de sí y lo abre a las muchas maneras de narrar el teatro del mundo.
La última línea curatorial es una línea de fuga: señala la pluralidad de medios expresivos que animó los caminos de Migliorisi. Alimentada del cine, la música, el diseño, el teatro, el circo y, en general, de la iconografía de la cultura de masas, la obra abordada en esta muestra cruzó con libertad expedientes de las artes visuales, audiovisuales, literarias y escénicas. En pos de este rumbo, la exposición hace foco en la presentación del libro 713 y exhibe obras de diversos artistas visuales, objetos de diseño, vestuario, performance de danza y drag queen. Obras cruzadas, transgresoras de sus propios límites, desobedientes de categorías.
En el arte contemporáneo, considerado en su dimensión discursiva y ejecución práctica, la puesta en espacio de la idea curatorial forma parte de la curaduría misma. Y eso porque, en cuanto se asume que la obra carece del aval de fueros trascendentales y esencias anteriores a su realización, tal obra está sujeta a contingencia: depende de un aquí-y-ahora, de tiempo y espacio específicos. La mirada fija la forma; entonces cómo se expone el objeto ante el observador resulta fundamental para que se produzca el clic que lo vuelve especial, que lo auratiza. A cargo de Osvaldo Salerno, la expografía de esta muestra no solo dispone las obras en posición de mirada, sino que las ex-pone, las pone fuera de sí, confrontándolas con los colores del espacio, con las características físicas de la sala, con las otras obras. La expografía despliega su propio relato.
Este texto presenta la puesta en espacio –la puesta en mirada– de la muestra como si siguiera el andar del público en una visita guiada. Se menciona brevemente cada obra en su discurrir, según su ubicación en la sala, su inscripción en el movimiento del recorrido y su interacción con las otras.
La primera sala, el Gabinete Florian Paucke, abre el juego con cierto sentido ritual, memorial casi. Una vez traspasada una cortina barata de tiras de plástico y colores intensos, se accede a una pequeña muestra de obras de Migliorisi. Son obras descontextualizadas, recontextualizadas, enfrentadas a los recuerdos y las miradas que se les han adherido a lo largo de su historia. Esas piezas aparecen condicionadas por dos tensiones. Una es la instalada entre la gravedad casi luctuosa de El gran manto, que se dispone enrollado en su extremo inferior, y el espíritu festivo de Las cuatro estaciones, pintura, también de gran formato, que retoma satíricamente el tema clásico de las edades de la vida celebrando en clave de bacanal la vida misma. La segunda tensión ocurre entre las imágenes y grandes páginas impresas con poemas correspondientes al libro 713. Entre ambos frentes se ubican El sosiego de Sísifo, cantos rodados intervenidos con relieves y pinturas, y la obra Soy caliente, una suerte de oxímoron texto-visual escrito con palabras heladas.
Como en todos los demás espacios, la visualidad de éste se encuentra configurada con las imágenes expuestas, así como con los colores empleados en las paredes de esta sala: rojo grana, grafito y blanco. Los dos primeros tonos aparecen cambiados en la correspondencia de su simbología convencional: acá el rojo sirve de trasfondo al tejido que terminó asociado a un gran sudario colorido, en tanto que el grafito sostiene la celebración del goce vital animando todas las etapas de la existencia. Una colorida fiesta representada en blanco y negro.
Otra cortina igual a la anterior se abre a un pasaje breve y penumbroso que contiene referencias al entorno personal de Migliorisi, junto a un texto de Lia Colombino y una fotografía de Agustín Núñez. Son imágenes de objetos especiales descubiertos en viajes. Son signos que aluden a la escena de su casa; abierta puntual, ritualmente a los amigos cada jueves.
Una tercera cortina señala la entrada del primer espacio de la sala Josefina Plá, también definido por la oposición entre dos piezas grandes: un estandarte que pende del techo al piso y una instalación ubicada a su costado. El pendón, pintado por Migliorisi sobre fondo de pan de oro, representa una regocijada acróbata que, suspendida de un trapecio boca abajo, arroja un torrente de flores. La instalación, oscurecida por una belleza amenazante, reinterpreta la obra de Migliorisi La novia desnudada compuesta por fotografías de sórdidos baños masculinos donde se encuentran, olvidados o tirados, tres vestidos de boda. Dicha instalación, realizada por el expógrafo, exhibe tres soberbios trajes de novia sobre el trasfondo fotográfico de un desastrado baño. Este montaje se encuentra enmarcado por una pared rojo grana que contrasta con el color oscuro contra el que pende el estandarte.
Ubicada frente a la instalación, una vitrina horizontal alberga ilustraciones de la literatura de cordel del Nordeste brasilero, xilografías realizadas por Fidel Fernández, piezas precolombinas mesoamericanas y microesculturas de cerámica popular modeladas por Rosa Brítez, Lorenza Torres e Hilaria Corvalán. Todo el conjunto se encuentra animado por sugerencias eróticas, sensibilidades populares y/o connotaciones jocoso-satíricas. Cierta marca de la desobediencia.
Junto a esta vitrina, zapatos de la pionera drag queen local Usha Didi Gunatita, y fotogramas de la película Reinas, de Dea Pompa, en que aquella aparece.
La exposición se complementa con dos acciones puestas en circulación en línea: una intervención de danza titulada Ósmosis, de la coreógrafa y bailarina Marisol Pecci; y una performance drag queen a través del arte del lip sync, con la actuación de las drags Envidia Metenés (Omar Mareco), Maldad (Manu Portillo) y Menta Green (Aldo Calabrese).
Colocada contra fondo azul oscuro, una pintura de Fernando Grillón anuncia otro sitio de pasaje; sus intensos tonos, similares a los de las cortinas, señalan el inicio del segundo espacio de la Sala Josefina Plá. La pintura representa una hierática mujer calva asediada o custodiada por panteras negras. El clima de pesadilla de esta pieza se vincula con cierta tendencia pop semisurrealista, o al menos fantástica, de la imaginería de Migliorisi.
Una larga repisa, que delinea lo alto de toda esta sala y la siguiente, sostiene aproximadamente cuatrocientas figuras recortadas en madera laminada y pintadas con tintes sintéticos. Esta disposición en franja traza un itinerario que, apretado casi contra el techo, recorre las salas de manera ininterrumpida: un relato de signos-imágenes que bordea, limita, vigila y guarda el perímetro superior de las salas. Las figuras humanas, inanimadas, animales, híbridas, absurdas todas con relación a cualquier intento de clasificación, corresponden a personajes de la instalación Brigitta von Schakoppen en el Jardín de las Delicias II, 1983. Esta obra narra la heroica ficción trágica de una sublime cantante de ópera que pierde la memoria en plena actuación. Brigitta cruza una pared imposible ubicada en la escena y se extravía en laberintos nublados por alucinaciones y espejismos; confundidos por las trampas del mito.
Más arriba, cubriendo parte del techo, se tiende un tejido de seda pintado por Rolando Rasmussen, como si conformara un cielorraso hinchado hacia abajo, una palpitante membrana presionada por sus mismos tonos luminosos e inflamados.
Después de bajar la mirada de quienes siguen el recorrido; prosigue la visita guiada. A la izquierda de la sala se abre un pequeño gabinete oscurecido donde se exhibe un video de Hugo Giménez, con actuación de Nilda González, referido en cifra poética al entorno doméstico-afectivo de Migliorisi, junto con una instalación de Raquel Schwartz. Un afiche que, colocado en tal gabinete, anuncia una película de Isabel Sarli, repica en otro, situado fuera de la pequeña sala. Se traza entre ambos un enlace que cruza las pinturas-relatos de Marcelo Medina. Isabel Sarli es una diva a quien Migliorisi admiraba por su opulenta desnudez, su altiva vulgaridad y su desobediencia de los buenos modales cinematográficos. Marcelo Medina ha desarrollado un mundo propio cuyo origen se encuentra fuertemente ligado con la fantasía delirante que mueve el imaginario migliorisiano.
Los afiches, las figuras-textos de Medina y, luego, los dos retratos de mujeres desnudas pintados por Ignacio Núñez Soler reverberan en las narrativas parpadeantes de los retratos, auto-retratos intervenidos y registros de performance de Chancleta Tatá, Bastión Moral, Brune A. Comas y A.moral. Resuenan también en el tríptico las fotografías de Claudia Casarino que ligan los estereotipos de la representación femenina con los de la cultura de masas.
Esta secuencia narrativa se dirige hacia cuatro piezas. La primera corresponde a un objeto de Celso Figueredo: una extraña muñeca vendada como una momia casi y vuelta contra la pared; la segunda, una pintura en crayola azul sobre papel de Sara Leoz, titulada Nunca te prometí un jardín de rosas; la tercera, a una caja de Osvaldo Salerno, abierta, cruzada por la escritura de Ricardo; y la última, a una instalación de Bernardo Krasniansky, que, realizada en 1967, trae la sensibilidad disruptiva de su tiempo, durante el cual él y Migliorisi jugaron un papel decisivo en la crítica del cerco timorato que constreñía la imaginación creadora.
A la derecha se halla dispuesta una desenfadada pieza esculpida por el artista ishir Modesto Martínez; se trata de una escultura en madera, alejada por entero de la tradición figurativa de este pueblo indígena. Enseguida, una pintura de Alfredo Quiroz, agobiada por fragmentos de relatos cristiano- medievales. Tras volverse hacia la derecha se encuentra el espectador con una representación del mismísimo infierno que, pintada por Benjazmín Ocampos, extiende su narración profana a lo largo de la pared; ésta desemboca en una extravagante maquinaria que, confeccionada en madera por Carlos Colombino, recuerda fantasías y activa temores de Migliorisi. Cercanas a esta escultura, las máscaras africanas aluden a la obsesión que llevó a este artista a formar las colecciones valiosas que integran el museo que lleva su nombre.
Desandando la dirección, de cara al último espacio, se abre a un costado un pequeño recinto dedicado a los brillos de la feria y el circo, a las fantasías del parque de diversiones, quizá. Bettina Brizuela presenta una desmesurada pieza que, provista de luces multicolores, podría sugerir la corona de una reina de belleza, un anuncio farandulero o una pieza de escenografía farsesca. Fernando Allen muestra el fantástico espectáculo del circo Kramer, con sus asombrosos colores y una parte de su magia. Una porción del mundo de Migliorisi.
Una pared amarillo maíz señala el inicio del último espacio. Contra esa pared, una Virgen Dolorosa, importante talla vestida sobre bastidor, siglo XIX, perteneciente a la colección de la Fundación Migliorisi. A un costado suyo, una pieza de Joaquín Sánchez: dos cajas de madera que guardan preservativos confeccionados con encajes rojos y negros de ñandutí. Otra porción del mundo de Migliorisi.
Traspasada la línea que marca el muro amarillo y habiendo girado media vuelta hacia la izquierda, el espectador se enfrenta a una coraza de acrílico transparente cubierta por una abigarrada caligrafía referida a una epístola paulina. Fue realizada por León Ferrari y se emparenta con la obra de Migliorisi por la imaginería de la que se nutre, el texto que lo cubre y el tono irreverente que la anima. Después, una camisa bordada por Tilly Shulz sobre un diseño de Ricardo. Esta prenda no es considerada en su propia dimensión estético-expresiva, sino en su valor documental: testifica un momento decisivo en la historia del artista, un momento que repercute sobre toda su obra posterior. El colectivo teatral Tiempoovillo movilizó durante la década de los años 70 una intensa producción cuya sensibilidad y dimensión poética cambiaron la historia del teatro en el Paraguay. Migliorisi fue uno de sus fundadores y parte activa de ese movimiento. La blusa expuesta recoge un dibujo del artista bordado durante una gira del grupo, en 1974.
En la larga pared central de este último espacio aparecen dos retratos decimonónicos de mujeres; ambos óleos se encontraban ubicados en la casa de Migliorisi. Son pinturas de mediano mérito en los términos del canon academicista que las condiciona, pero valiosas en cuanto señalan una nutriente del mundo del artista, lugar abierto siempre a acoger la belleza desdeñada por la estética consagratoria del mainstream y sus poderosas instituciones. En esa dirección, aunque sean muy diferentes sus alcances, debe ser considerada la xilografía de la serie Los novios, de Leonor Cecotto: equivalente fotográfico de una boda marcada por su lugar de clase media y su tiempo desfasado. Referido a la Guerra Guasu, el grabado de Fidel Fernández, indica otras direcciones, no demasiado alejadas en sus rumbos expresivos y en sus medios técnicos. Abajo, en un ángulo, dos esculturas cerámicas de Ediltrudis Noguera, nombre grande del arte popular paraguayo, cuya figuración fantasiosa, erótica y lúdica conversa bien con la iconografía de esta muestra. También la irónica pieza de Pedro Agüero, recortada y pintada sobre cartón, se ubica cómodamente en esta exposición, aunque avanza ésta con deliberados sobresaltos.
Una puerta de la casa de Bernardo Krasniansky pintada por Alfredo Seppe a mediados de los años 60 se abre a la escena de aquel momento experimental y lúdico de ambos artistas, así como de Ricardo Migliorisi, actores los tres de libretos desobedientes.
La videoinstalación titulada Veinticuatro horas en la vida de Brigitta von Scharkoppen retoma la ficción de la cantante de ópera, ya mencionada, adaptada ahora a los recursos técnicos del medio. Extraviada en sus delirios, Brigitta deambula por situaciones marcadas por el humor (negro a veces), el erotismo, la ironía constante y el radical desvarío. Tal como presentado originariamente en 1984, el video es exhibido en un aparatoso televisor. El artefacto remata una pirámide escalonada y trunca cubierta por zapatos femeninos de tacones altos.
Siguiendo la dirección del recorrido (“el anhelo del camino” en palabras de Josefina Plá) se desemboca en el reverso de la pared amarilla, donde aparecen una pintura de Sara Leoz, cuyo mundo visual indisciplinado se cruza a menudo con el de Ricardo, y una obra de éste: una fotografía tomada por José Gómez que muestra de espaldas el cuerpo del artista; un cuerpo encarado como cruce micropolítico de lo público y lo privado, como signo de sujeto en retirada y metáfora del cuerpo social lesionado. La obra de Migliorisi siempre remite al humor, el erotismo y el juego. Cuando estos elementos no aparecen, tal como no lo hacen en esta obra dramática, ellos presionan desde el afuera de escena, desde el dentro de la imagen: cambian de rumbo pero no de fuerzas. Devienen signo de amenaza o, quizá, cifra de promesa. La obra de Ricardo siempre oscila entre ambos momentos.